21 de agosto de 2008

MI MAESTRO

A Dunav Kuzmanich

Tenía la nariz y las manos enormes, eso no me dejó de asombrar nunca, ni siquiera el día que lo ví por última vez. Tampoco su capacidad para contar historias, una y otra y otra, en fila, paralelas, en desorden, mezcladas unas con otras. Las de su amado Chile, con las de las películas en Milán, con las de las “canalladas de la oligarquía colombiana”, con las de las películas que se perdieron. A veces pensaba que Duni era un mito, un día me dijo que yo le tenía mucha fe porque lo creía un cineasta sin haber visto siquiera una de sus películas. Pero no me hacía falta. Me bastaba verlo ahí sentado en el sofá de la Cueva, mirando en el televisor sin volumen un partido de fútbol, de dos equipos de cualquier parte del mundo, - daba lo mismo, el fútbol era fútbol - mientras me enseñaba cómo pensar en imágenes para poder narrar una película: “La única manera de narrar una (esa) película”.

Cuando lo conocí me preguntaba de qué estaría hecho un ser humano para vivir de esa manera, y con el tiempo pude saberlo más o menos: estaba hecho de dignidad. Por eso le daba lo mismo vivir en una mansión de 600 metros cuadrados en Bogotá, que en el Dunicastillo (el término es irónico, por supuesto) en un Rincón de Medellín sin nada más que una maleta y una camita. Por eso no le gustaba que le dieran las gracias por enseñar, por eso no le gustaba que los medios de comunicación hablaran de él, por eso no le gustaban los homenajes.

Creo que la gran conexión que había entre el máster y yo se tejió a punta no tanto de películas como de libros. Pasábamos tardes enteras hablando de literatura colombiana, la cual él conocía mejor que yo, aunque yo hubiera hecho una maestría en el asunto y él fuera chileno; pero esas conversaciones siempre terminaban en un hilito fino de cantaleta que yo recibía en nombre de mis amigos que no eran adeptos a la lectura.

Compartimos horas comiendo, picando, tomando vino, haciendo recetas chilenas que conservaba en su memoria y en un librito que siempre quise tener y nunca me regaló; un librito raído de recetas de cocina, pero también de sugerencias para amas de casa, en las que se indicaba hasta cómo se debe tratar a las empleadas domésticas, a él y a mí nos maravillaba su existencia.

Cuando, un día antes de irse a mi Santa Fe de Antioquia que tanto amaba, le tomé la mano, le dije que lo quería y me dijo que me adoraba, supe en el instante que era la última vez que lo veía. Era el mismo sentimiento que había tenido en el año nuevo, cuando tuve la certeza de que no habría otro año nuevo a su lado. Y ahora, mis amigos y yo, somos un montón de huérfanos.

Cristina Bedoya

3 comentarios:

Antonia Ruiz dijo...

Deberías contar más.

silviacordoba dijo...

cris, que texto tan bonito, lo leeré todos los días. Abrazo.

Anónimo dijo...

que bonitos recuerdos, escribe más sobre él, para que las personas que no lo conocimos sepamos más de su legado y de su existencia.