3 de mayo de 2015

Carta para Caro La valiente


Caro:
Uno de los primeros recuerdos que tengo en la vida es un pensamiento: “Cómo puedo yo estar contenta si hay otros tristes, y cómo pueden estar contentos los demás cuando yo estoy triste”. Muchos años después descubrí que ahí yacía algo parecido a la empatía.  Después, ad portas de la adolescencia, cuando pasaban cosas dolorosas, quería dormirme para ver si al despertar pasaban y habían sido entonces pesadillas.
Estas dos sensaciones las tengo desde el viernes. Mi mamá me llamó desde Colombia para avisarme que Alejo se había ido y yo me quedé paralizada. No lo podía creer. En mi alma, en los profundo, tenía una fe absoluta en que Alejo se iba a sanar.   Yo sé que las lecciones, las situaciones, las personas que llegan a nuestra vida las elegimos nosotros mismos, en tanto resuenan con lo que vinimos a aprender.  Creo que por eso Alejo te eligió, sólo tú podías meter el amor de una vida entera en diez años.
Durante las últimas semanas, en mis meditaciones y oraciones, pedía al Creador que Alejo y tú aprendieran de una vez la esencia de la lección que había para ustedes y pudieran seguir, digamos, con la vida. Pero qué equivocada estaba.  No se trataba de aprender la lección para seguir. Se trataba, como yo lo veo ahora, de aprender la lección para pasar al siguiente nivel. 
Cuando lo supe, no pude abrazarte, te llamé aun sabiendo que no responderías, y entonces sólo pude sentarme a pintar este mandalita, con los colores de los que siempre me pareció estaba hecho Alejo, desde que lo conocí un día en Isla Fuerte poniendo guirnaldas de navidad y esperando a Tomás que aún no nacía. Te mando el mandalita y esta canción de Vicentico, Viento, con lo que yo lo despedí mientras pedía que los ángeles lo guiaran hasta la luz de la Fuente.


"Viento fuerte del mar
Deja, deja ya de soplar
Dejame descansar solo por un momento
Quiero cruzar la linea del horizonte
Y ver que hay allá
Se que hay un lugar donde soy mas fuerte.
No creer en nada es creer en todo
Igual yo quiero saber"
Te pienso cada momento del día y lloro mucho. Cuando me levanto y pienso que te levantaste y qué haces, cómo vas pasando el día, si te quieres dormir, en fín… te tengo presente. 


 En diciembre Alejo me dijo que quería sanarse y venir contigo a vernos y darnos “Ese abrazo”. Si en algún momento ahora, más adelante, cuando te provoque… Necesitas, quieres salir, tomar un poco de aire, lejos… Te ofrezco nuestra nueva casa luminosa y calentita, en la que habrá siempre un lugar y un abrazo para vos. 

20 de febrero de 2015

Cuidarnos con el corazón

Hace unos días una amiga mía se murió por su propia cuenta. No sé qué pasó, ni por cuáles circunstancias estaba transitando su vida, ni siquiera habíamos hablado nunca sobre el suicidio, así es que es posible que su decisión haya sido larga y detalladamente meditada y se haya ido en paz. Nos conocimos y nos quisimos cuando ella volvía a Colombia y acompañó en su agonía y muerte al que había sido su exesposo y mi maestro. Ambas lo adorábamos e intuyo que fue eso lo que nos unió, el hilo del amor. 

Su muerte me hizo llorar profundamente, tal vez por estar fuera de Colombia y no poder estar ahí para abrazar a su hijo, que es mi amigo, a su hermosa nieta y los otros amigos que sé, comparten mi tristeza. Pero también y sobretodo, lloré por esa sensación de pensar en qué angustias pudo haber estado sumida su alma y si hubiera yo podido darle una palabra de aliento o esperanza cuando la necesitó. O simplemente poder acompañarla en esos momentos oscuros en los que no se ve salida posible y no se cuenta con ayuda porque no nos atrevemos a pedirla, porque dicho sea de paso, no está bien visto tener momentos de angustias u oscuridad emocional. En cambio sí, ser bellas, flacas, inteligentes, mantenernos impecablemente arregladas, divertidas, exitosas…y se va poniendo cada vez más alto el nivel necesario para ¿ser feliz? 

No digo que el nivel nos lo impongan los medios de comunicación, o las multinacionales o los avisos publicitarios o las convocatorias laborales. Hablo de que nos lo ponemos nosotras mismas… madres, primas, hermanas, amigas que cuando nos encontramos o nos llamamos poco preguntamos realmente por cómo está la otra en su ser más profundo… pero nos ocupamos de tener todos los detalles de ¿y el trabajo?¿En qué proyecto andás ahora? ¿Te está yendo bien? Ya sabemos que en Medellín una persona se presenta y al segundo, si no lo ha dicho, se le interroga sobre su profesión y/u oficio, como si fuéramos lo que hacemos. 

Pienso, con amigos que se van, con los peores índices de salud mental del país… ¿No valdrá la pena preguntarnos qué estamos haciendo por el bienestar emocional, mental, espiritual de quienes amamos? ¿De qué manera cada una de nosotras contribuye a ejercer esa presión social que a la hora de la verdad, o mejor dicho, en lo profundo, no le importa a nadie?

Lo siento, éste es, amigas mías, mi grito de dolor por una amiga, por mí misma y por tantas de ustedes que sé han transitado momentos oscuros y de soledad, retrayéndose, aislándose para no evidenciar sus miserias personales. Es una invitación a que nos amemos y protejamos más entre nosotras, a que no sólo nos llamemos más, sino que saquemos el tiempo (en Medellín se vive muy rápido, sin necesidad) para juntarnos más a cocinar, a tejer, a leer, a caminar, a no hacer nada, a compartir el silencio, el miedo, las dudas, a preguntarle a la otra con el corazón y con las palabras justas cómo está. 

Nada, nada, mis amigas, es más importante que ser feliz, ni el posgrado, ni el auto, ni el novio, ni el trabajo estable, ni el éxito profesional… nada es más importante que ser feliz. Hablo de la felicidad como la paz, el sosiego, el gozo perdurable en el tiempo. Parece obvio y a menudo lo olvidamos.

21 de agosto de 2008

MI MAESTRO

A Dunav Kuzmanich

Tenía la nariz y las manos enormes, eso no me dejó de asombrar nunca, ni siquiera el día que lo ví por última vez. Tampoco su capacidad para contar historias, una y otra y otra, en fila, paralelas, en desorden, mezcladas unas con otras. Las de su amado Chile, con las de las películas en Milán, con las de las “canalladas de la oligarquía colombiana”, con las de las películas que se perdieron. A veces pensaba que Duni era un mito, un día me dijo que yo le tenía mucha fe porque lo creía un cineasta sin haber visto siquiera una de sus películas. Pero no me hacía falta. Me bastaba verlo ahí sentado en el sofá de la Cueva, mirando en el televisor sin volumen un partido de fútbol, de dos equipos de cualquier parte del mundo, - daba lo mismo, el fútbol era fútbol - mientras me enseñaba cómo pensar en imágenes para poder narrar una película: “La única manera de narrar una (esa) película”.

Cuando lo conocí me preguntaba de qué estaría hecho un ser humano para vivir de esa manera, y con el tiempo pude saberlo más o menos: estaba hecho de dignidad. Por eso le daba lo mismo vivir en una mansión de 600 metros cuadrados en Bogotá, que en el Dunicastillo (el término es irónico, por supuesto) en un Rincón de Medellín sin nada más que una maleta y una camita. Por eso no le gustaba que le dieran las gracias por enseñar, por eso no le gustaba que los medios de comunicación hablaran de él, por eso no le gustaban los homenajes.

Creo que la gran conexión que había entre el máster y yo se tejió a punta no tanto de películas como de libros. Pasábamos tardes enteras hablando de literatura colombiana, la cual él conocía mejor que yo, aunque yo hubiera hecho una maestría en el asunto y él fuera chileno; pero esas conversaciones siempre terminaban en un hilito fino de cantaleta que yo recibía en nombre de mis amigos que no eran adeptos a la lectura.

Compartimos horas comiendo, picando, tomando vino, haciendo recetas chilenas que conservaba en su memoria y en un librito que siempre quise tener y nunca me regaló; un librito raído de recetas de cocina, pero también de sugerencias para amas de casa, en las que se indicaba hasta cómo se debe tratar a las empleadas domésticas, a él y a mí nos maravillaba su existencia.

Cuando, un día antes de irse a mi Santa Fe de Antioquia que tanto amaba, le tomé la mano, le dije que lo quería y me dijo que me adoraba, supe en el instante que era la última vez que lo veía. Era el mismo sentimiento que había tenido en el año nuevo, cuando tuve la certeza de que no habría otro año nuevo a su lado. Y ahora, mis amigos y yo, somos un montón de huérfanos.

Cristina Bedoya